Sitges honra su alma marinera en el 50º aniversario del Port d’Aiguadolç
- Dario D'Atri
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- 16 jul
- 3 Min. de lectura

Cada 16 de julio, cuando el sol empieza a descender sobre el horizonte del Mediterráneo y la brisa huele a sal y a rom cremat, Sitges se detiene para mirar hacia el mar. Lo hace desde hace generaciones, con una mezcla de fe, memoria y comunidad que se transforma en una de las celebraciones más sentidas del calendario local: la festividad de la Mare de Déu del Carme, patrona de marineros y pescadores.
Pero este 2025, la procesión tiene una resonancia especial. Coincide con los 50 años del Port de Sitges - Aiguadolç, medio siglo de historia en el que este puerto ha sido mucho más que una infraestructura: ha sido un refugio, un escenario, una memoria viva del vínculo entre la villa y el mar.
La jornada comienza en tierra firme, con la misa en honor a la Virgen, pero el corazón de la festividad late sobre las aguas. A las siete de la tarde, la barca de la Confraria de Pescadors de Sitges zarpa desde el puerto, llevando consigo la imagen de la Mare de Déu del Carme. Es el acto central de una tradición que se mantiene viva sin interrupción desde 1996, pero cuyas raíces se hunden mucho más lejos en la historia.
La devoción a la Virgen del Carmen nació en el siglo XIII, ligada a los ermitaños del Monte Carmelo, en Tierra Santa. Sin embargo, su conexión con el mar se consolidó siglos más tarde, cuando marineros y pescadores empezaron a encomendarse a ella como guía y protectora en sus travesías. Una leyenda especialmente difundida cuenta que un marinero inglés atrapado en una tormenta arrojó al agua el escapulario de la Virgen, y de inmediato el mar se calmó. Desde entonces, la Mare de Déu del Carme es considerada la patrona de quienes se enfrentan a la inmensidad y los peligros del océano. Para los pescadores, su imagen es un consuelo antes de salir a faenar, una promesa de regreso seguro, un faro espiritual en medio de las incertidumbres del mar.

Detrás de esa embarcación, decenas de barcos de recreo y de pesca siguen el recorrido hacia poniente, formando una procesión marinera que avanza solemne sobre el mar. Frente al cementerio de Sitges, los motores se detienen. Es entonces cuando se lanza la ofrenda floral, como gesto de recuerdo a los que partieron y de protección a quienes aún navegan. La barca principal lanza diez cohetes al cielo. Cada uno, un estallido que es también oración y homenaje.
La Confraria de Pescadors, con sede en el Port de Sitges -Aiguadolç, es la encargada de preservar esta tradición. Representa no sólo a los profesionales de la pesca local, sino también a un modo de vida que se niega a desaparecer. En un mundo de tecnología y velocidad, su existencia es resistencia: a la pérdida del oficio, a la desvinculación de la naturaleza, al olvido del saber transmitido entre generaciones.
De regreso al puerto, la fiesta se transforma en celebración popular. Bajo las luces tenues del atardecer, canciones marineras que evocan nostalgias y travesías, el rom cremat de empieza a burbujear en grandes cazuelas, mientras se sirven raciones de fideuà marinera, maridadas con el vino Blanc Subur Malvasia de Sitges.
Todo en esta festividad parece brotar de un mismo latido: el del mar. Desde la devoción religiosa hasta la gastronomía, desde la música hasta la arquitectura del puerto, Sitges rinde tributo a ese elemento que le ha dado forma, sustento y sentido.
Este año, los 50 años del Port de Sitges añaden una capa de emoción y de conciencia histórica. Inaugurado en 1975, el puerto fue concebido como punto de encuentro para la navegación deportiva, pero con el tiempo se convirtió en nodo cultural, económico y social. Hoy es un icono del Mediterráneo catalán, un espacio que une a visitantes y locales, a embarcaciones clásicas y modernas, a lo nuevo y lo eterno.
Y así, mientras la Mare de Déu del Carme regresa al muelle entre velas que se balancean, Sitges confirma una vez más que su identidad marinera está intacta. Que el puerto no es solo de barcos, sino de historias. Que cada 16 de julio no es solo una fecha, sino un ritual que conecta pasado, presente y futuro con el vaivén del oleaje.
Una vez al año, el pueblo se sube a las barcas. Y desde el mar, se mira a sí mismo. Con respeto, con gratitud, con fe. Y sobre todo, con el deseo de seguir navegando juntos.



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